La lluvia caía esta mañana cada vez con más intensidad y pronto
cesaría, dando paso a un sofocante sol sobre la copa de los árboles, los miles
de árboles de la oscura y temible selva que, en su interior, guardaba cientos
de males, siendo el principal problema su tamaño y densidad, donde habitan mil
y un temibles demonios aullantes, además de los salvajes que observan desde los
árboles o las sombras con sus saetas, expectantes a que un descuidado colono entre
en la jungla para ser atravesado. La realidad es que se está distante de que se
venza al espeso bosque de gigantes, que nos aprovisionaban de frutas tan nuevas para nosotros (su dulce
y exótico jugo no paraba de caer por la borda).
Mañana zarparemos hacía el sureste con el fin de supervisar las
colonizaciones que allí se encuentran, a no ser que los salvajes o los vientos
hayan barrido sus almas como el enfurecido río que barre los árboles. La vida
en el mar es, quizás, mas peligrosa que en tierra firme; la falta de víveres
llevaba a la forzada dieta del escorbuto; para eso llevábamos una gran cantidad
de manzanas y naranjas. No se puede decir que nuestra triste carabela fuera un
buque insignia; más bien era aquel viejo veterano de guerras pasadas que se
limita a curar sus heridas, cada día más irreversibles y visibles en su
cicatrizada cara. La broma, como carpinteros demoníacos provenientes del mar, agujereaba
la línea de flotación.
Así, cansados el barco y sus tripulantes, navegábamos hacía el
designio desconocido, la tierra del paraíso y el infierno, la de Dios
conquistada por el hombre.
Eduardo Sánchez San Blas
2º BAC HCSO
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