La muerte caracterizaba el día a día de aquel pequeño pueblo de
pastores y granjeros, algo que también caracterizaba aquella época. El mal
tiempo y la escarcha destruyeron la cosecha, y el hambre azotaba a todo aquel
que no tuviera algún animal. En esa temporada sobraban los hijos de familias
pobres que ofrecían a cambio de sustento
su trabajo como labriegos de sol a sol. Tampoco los comerciantes tenían
las cosas fáciles; los caminos eran sumamente peligrosos y por lo que vendían
no les daba para volver a comprar de nuevo el producto en la misma cantidad. Yo,
por suerte, siempre encontré un jornal para comer. Mi capacidad artesana no
superaba a la de un maestro, al igual que mi capacidad con la azada se limitaba
a hacer surcos irregulares en la dura tierra. Intenté otros oficios, pero con
peor resultado: me llevé más palos que un perro viejo. Y todo esto para escapar
de una muerte que seguramente me acabaría alcanzando, aunque, según mi dicho: “Es peor morir en vida, que morirte en esta
vida”.
Por eso he dedicado mi
vida a caminar por los continuos caminos pedregosos de este mundo. Y es que,
por mucho que el caminar sea difícil, siempre vale la pena vivir para caminar
un día más.
Eduardo Sánchez San Blas
2º BAC HCSO
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